La vida promedio de las empresas se acorta, incluso la de las grandes corporaciones. Hoy las organizaciones necesitan agilidad para adaptar sus productos, sus servicios, sus procesos, a unos mercados en cambio continuo.

Algunas lo intentan, pero no siempre lo consiguen. Otras simplemente desoyen lo que ya advertía Jack Welch hace treinta años:

“Cuando la tasa de cambio en el exterior es superior a la tasa de cambio en el interior es que el fin está cerca”.

El caso es que hay una dimensión de las organizaciones que no ha cambiado tanto en las últimas décadas a pesar de todo lo que ha cambiado el mundo: la forma en que gestionan a sus personas.

Hay quien puede pensar que esto tiene todo el sentido. Al fin y al cabo por mucho que haya cambiado el mundo las personas siguen siendo personas y los métodos utilizados para gestionarlas no tendrían por qué cambiar…

De no ser porque hoy las empresas se enfrentan a una serie de desafíos que hacen que su capital humano y las prácticas que emplean para gestionarlo adquieran una relevancia estratégica que antes no tenían (o al menos no era tan evidente):

Las empresas se encuentran con que tienen que competir en medio de una explosión de innovación sin precedentes. El número de patentes registradas en el mundo crece de forma exponencial y una tecnología que hoy representa una ventaja puede quedarse obsoleta al cabo de pocos meses. Pero no solo es eso. En un mundo en red todo se puede copiar más fácilmente. En este contexto las empresas empiezan a darse cuenta de que su capital humano y su cultura constituyen una de las dimensiones más difícilmente imitables por sus competidores, y por tanto una de las pocas fuentes sostenibles de ventaja competitiva para una organización hoy en día.

Por otro lado, a medida que más trabajos rutinarios son sustituidos por máquinas nos movemos hacia un escenario de trabajos complejos y menos definidos donde la diferencia entre el valor que un profesional excelente le aporta a una empresa y el que aporta un profesional promedio es mucho mayor que en los trabajos rutinarios del pasado. Por tanto, contar con los mejores profesionales y conseguir que estos den lo mejor de ellos mismos es más diferencial que antes.

Además, las empresas necesitan colaboradores con otras cualidades. Ya no basta con empleados obedientes, leales, ni siquiera con empleados que sepan hacer bien su trabajo. Hacen falta personas con creatividad, iniciativa, capacidad de influencia. Unas capacidades que son más difíciles de gestionar y que, además, las personas aplican a su trabajo con mayor o menor intensidad dependiendo de cual sea la mentalidad con que se enfrenten a sus tareas. De ahí que el concepto de “felicidad en el trabajo” se cuele en la agenda de gestión de personas de más empresas.

Nos encontramos también con que para interpretar y dar con nuevas soluciones en un mundo complejo y cambiante no basta con las mentes de una élite de directivos. Es necesario contar con la capacidad de leer el entorno y la imaginación de más personas. Por esto cada día más organizaciones se preocupan de favorecer la colaboración lateral entre sus colaboradores, de entender las redes de relaciones informales que les vinculan, y de que en sus equipos esté representada la mayor diversidad posible de puntos de vista.

Las empresas también se dan cuenta de que las mejores ideas no tienen por qué surgir dentro de su perímetro y establecen mecanismos para capturar las que pueden surgir fuera. Al mismo tiempo entienden que en un entorno cambiante es importante dotarse de estructuras ligeras y flexibles que les permitan orquestar diferentes conjuntos de capacidades a la medida de los desafíos a los que se enfrenten en cada momento. De ahí que aumente la proporción de freelancers entre los colaboradores de las empresas, y que estas necesiten replantearse donde se sitúan los límites de su capital humano.

Por otra parte, las compañías ven como, a diferencia de lo que sucedía antes, sus directivos y sus comerciales ya no son las únicas personas que les representan de cara al exterior. Hoy en día a través de los medios sociales la actividad en la red de cualquiera de sus empleados puede tener un impacto imprevisible en la reputación digital de la empresa.

En otro orden de cosas, la gente hoy quiere empresas socialmente responsables y esta responsabilidad necesita empezar por las personas que las organizaciones tienen más cerca: sus colaboradores. Cada vez resulta más inaceptable una compañía que para fabricar sus productos emplee mano de obra infantil, como también lo será una empresa que no contribuye, o incluso perjudica, la empleabilidad de sus colaboradores.

Y todo esto en un escenario de guerra global por el talento donde, aunque a muchos les resulte paradójico, a las empresas les cuesta cubrir ciertas vacantes. Un escenario que se puede agravar en las próximas décadas a medida que las generaciones del baby boom lleguen a su edad de jubilación y las poblaciones activas de muchos países comiencen a contraerse.

Una guerra por un talento que ya no depende de una organización para ganarse la vida. Son los nómadas del conocimiento de los que habla John Moravec, una categoría de profesionales que gracias a su talento pueden elegir para quien trabajar, cuando trabajar y desde donde trabajar. Y que como todos los nómadas aprecian dos cosas sobre cualquier otra: espacio y libertad...

¿Hacen falta más razones?